#Editorial. Mezquinos y ruines quienes politizan la adversidad

Las ciudades, como los seres humanos, tienen días de calma y días de tormenta. De vez en cuando, la naturaleza recuerda su fuerza y sacude lo que parecía estable: lluvias atípicas, temblores, deslaves o incendios que dejan huellas profundas. 

En esas horas críticas, la primera reacción suele provenir de la gente común: vecinos que se ayudan, jóvenes que cargan costales, familias que abren sus casas, voluntarios que improvisan centros de acopio. 

Esa solidaridad espontánea es, quizá, el rostro más noble de la comunidad.

Frente a ello, los gobiernos municipales, estatales y federales, tienen la obligación constitucional y moral de responder con prontitud. 

No se trata de un favor, sino de un deber: desplegar brigadas, proteger la integridad física de la población, atender la salud, cuidar el patrimonio, restablecer servicios básicos y garantizar que la emergencia se enfrente con orden y coordinación.

 Esa responsabilidad es ineludible y debe ejercerse sin excusas.

Sin embargo, siempre aparecen los mismos actores que, en lugar de sumar, eligen la ruta fácil de la crítica. 

No son los damnificados quienes politizan la desgracia —ellos bastante tienen con salvar lo poco o mucho que quedó—, sino ciertos opinadores de ocasión y adversarios de oficio que aprovechan la tragedia para ajustar cuentas políticas. 

Para ellos, cada costal de arena, cada bomba de desazolve y cada brigadista enviado es una oportunidad de lanzar dardos, acusando oportunismo donde lo que hay es deber cumplido.

Politizar la tragedia es mezquino y profundamente ofensivo para quienes sufren. 

Cuando alguien perdió su casa bajo el agua o vio partir a un familiar en medio del caos, lo último que necesita es que la desgracia se convierta en campo de batalla retórico. 

Convertir el dolor en consigna es un acto de egoísmo que degrada el debate público.

La crítica es válida y necesaria en cualquier democracia, pero tiene un momento y un contexto. 

Durante la emergencia, lo esencial es salvar vidas, coordinar apoyos y sostener a los más vulnerables. 

Ya habrá tiempo de evaluar si la infraestructura estaba preparada, si la inversión fue suficiente o si hubo negligencia. 

Pero en el instante de la catástrofe, lo que se requiere no son gritos desde la trinchera política, sino manos solidarias y decisiones firmes.

En tiempos de adversidad, la grandeza de una ciudad no se mide por sus discursos, sino por la capacidad de su gente para unirse y de sus autoridades para actuar. 

Quienes intentan capitalizar el dolor ajeno deberían recordar que la memoria social es larga: al final, la ciudadanía distingue entre quienes estuvieron en la calle ayudando y quienes se quedaron detrás de un teclado de computadora o teléfono, buscando réditos políticos de la desgracia.

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