Opinión | La victimización como estrategia política

En la arena pública contemporánea, los llamados “grupos vulnerables” han encontrado un recurso recurrente para posicionarse en el debate social y político: la victimización.

Bajo la bandera de la defensa de sus derechos, no pocas veces se recurre a la confrontación, a la exageración del agravio y a la búsqueda sistemática de la agresión como una forma de legitimar reclamos o de ganar terreno político.

No se trata de negar la existencia de injusticias reales ni de invisibilizar las condiciones de desigualdad que afectan a distintos sectores.

Sin embargo, resulta evidente que algunos ¿liderazgos? han aprendido a explotar esas realidades para transformarlas en un instrumento de presión.

El discurso de la vulnerabilidad, cuando se usa como escudo permanente, deja de ser una herramienta de inclusión y se convierte en un mecanismo de chantaje político.

La dinámica suele repetirse: se construye una narrativa de opresión, se señala a un “enemigo” —ya sea el gobierno, la sociedad mayoritaria o cualquier institución— y se sobredimensiona la agresión recibida.

El siguiente paso es reclamar beneficios extraordinarios, subsidios, espacios de poder o impunidad bajo el argumento de que “se debe compensar la discriminación histórica”.

En ese proceso, el debate público deja de centrarse en soluciones de fondo y se convierte en un intercambio de culpas y victimismos.

El problema es que, al instalar esta lógica, se normaliza la confrontación y se pierde la posibilidad de construir consensos reales.

Si la política se convierte en una competencia por quién grita más fuerte su dolor, entonces la razón, la evidencia y el bien común quedan relegados.

Y, lo más grave, se perpetúa una cultura de división en la que siempre habrá un grupo que, en lugar de integrarse, prefiera presentarse como excluido para sacar ventaja.

La verdadera justicia social no puede edificarse sobre la victimización constante, sino sobre la responsabilidad compartida.

Reconocer la vulnerabilidad de ciertos sectores es necesario, pero convertirla en arma política genera resentimiento y polarización.

El reto está en pasar del discurso de la queja a la construcción de soluciones, del reclamo estridente a la participación corresponsable.

En una sociedad madura, no gana quien mejor se victimiza, gana quien logra tender puentes para que todos —vulnerables o no— encuentren un espacio digno y productivo.

Esa debería ser la verdadera meta de la política.

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